lunes, 21 de noviembre de 2011

LA EQUIVOCACIÓN

Renuncia. A la ilusión final. Alejandro Duque Amusco

A fuerza de negarme
a lo que amaba,
renuncié
a las orillas de la aurora
por un desierto negro
bajo la falsa luna.

Perdí mi estrella
y confundí el camino.

De negarme a ser yo,
castigo y culpa
de la inocente alma prisionera,
he llegado
a ser éste, que conmigo va,
que ha usurpado
mi vida
y que ya no conozco.



Imagen: Alexej Ravski

viernes, 29 de julio de 2011

MARIONETA

Mundar. Juan Gelman. 2008

Si el ritmo de un poema
trae vino y mece
las sombras y mamá,
quítame los piojos que traje de la escuela,
papá,
no saques tu cinturón contra mí:
eso que sopla en una esquina
es mi querer de vos, es un
niño en la calle
sin comprender. ¿Qué hacés ahí
envuelto en odios
que nunca pude resolver?
¿Qué castigabas cuando me
castigabas?
No te pregunto, me pregunto.
Ya sé que es tarde para todo, menos
este saber de vos que no se sabe.
Te quisiera a mi lado
en el silencio que me diste
y calla como un buey.



Imagen: News. Márcia Pinho

lunes, 28 de febrero de 2011

PROPUESTA

TE propongo esta noche
llegar a un acuerdo,
un diálogo entre mi cuerpo y tu cuerpo
una conversación sin palabras,
un silencio de proyectos,
que tus dedos interpreten
el lenguaje de mis dedos.
Te propongo, simplemente,
alargar la caricia,
no planear la llegada a la cima
sino navegar con el remo de mis brazos
no utilizar para nada el salvavidas
ni que el tiempo detenga la mirada
dirigida a los botones de tu camisa.
Te propongo un pacto de susurros,
una tertulia de gemidos,
un monólogo de gritos,
que todo lo que no dijimos
en la piel permanezca escrito.
Te propongo una noche interminable,
lenta, muy lenta, tan lenta
que cuando nos interrogue la mañana
no sepamos quiénes somos
ni hacia dónde vamos,
como si aprendiéramos de nuevo a leer
igual que dos niños pequeños,
como si aprendiéramos de nuevo a escribir
sobre el pálido folio de nuestro cuerpo.
Te propongo una lectura corpórea
desde el prólogo de tus ojos
hasta el epílogo de mi boca.


Propuesta. Gloria Bosch

Imagen: David Hettinger

viernes, 28 de enero de 2011

LA LIBRERÍA

Recorro los espacios que frecuentas
sabiendo de antemano
que no te encontraré. Me ayuda
que sean tan fijos tus horarios.

Tu aroma es lo que yo persigo,
el aire que te vas dejando
y se mantiene intacto hasta que llego,
y marco sus contornos
con el detenimiento que necesita
un ritual tan íntimo.
Mucho más que las tardes de amor y caramelos
que a veces tú y yo nos regalamos.

Observo la silueta en el espacio
que antes ocupabas -callada
quietud entre los libros-
y voy acariciando el sitio exacto
donde tus dedos eligieron
el que te llevarás.

He aprendido a hacerlo
de manera que aquellos que me miran
imaginan que yo busco también
un libro de poemas. Y no saben
de qué manera exacta
veo la trayectoria de tu índice
desde Sylvia Plath a Pound,
de izquierda a derecha, como prefieres
hacer tan a menudo.

Más tarde perfilo muy lentamente
la curva de tu mano
cuando pasas las hojas de ese libro
que has guardado bajo el brazo,
y que, un poco más tarde,
cuando llegue con retraso al café,
comentaremos.

La librería. Elena Escribano Alemán

Imagen: El lector. Pierre Auguste Renoir

martes, 11 de enero de 2011

EX LIBRIS

Arturo Pérez Reverte



No tengo ex libris, y nunca quise tenerlo. El ex libris, como saben ustedes, es una etiqueta o pegatina impresa que se adhiere a una de las guardas interiores de los libros de una biblioteca, para identificar a su propietario. «Soy de Fulano de Tal», suele decir la leyenda, o recoge algún lema –«Nunca estoy menos solo que cuando estoy solo» por ejemplo– que a menudo viene acompañado de una ilustración, motivo o escudo. Es costumbre bonita y antigua, y algunos ex libris son tan hermosos que hay quien los colecciona. Alguna vez un amigo artista se ofreció a hacerme uno, pero nunca acepté. Tengo mis ideas sobre la propiedad de libros y bibliotecas, y están relacionadas con lo efímero del asunto. He visto muchos libros arder, biblioteca de Sarajevo incluida, y comprado demasiados libros viejos como para hacerme ilusiones al respecto. Si es cierto que todo en esta vida lo poseemos sólo a título de depósito temporal, los libros son un recordatorio constante de esa evidencia. Creo que pretender amarrarlos a la propia existencia, al tiempo limitado de que dispone cada uno de nosotros, es un esfuerzo inútil. Y triste. Quizá sea ésa, la palabra ‘tristeza’, la que mejor define el asunto. Como comprador y poseedor contumaz de libros usados, cazador de ojo adiestrado y dedos polvorientos en librerías de viejo y anticuarios, nunca puedo evitar que, junto al placer feroz de dar con el libro que busco o con la sorpresa inesperada, al goce de pasar las páginas de un viejo libro recién adquirido, lo acompañe una singular melancolía cuando reconozco las huellas, evidentes a veces, leves otras, de manos y vidas por las que ese libro pasó antes de entregarse a las mías. Como un hombre que, incluso contra su voluntad, detecte en la mujer a la que ama el eco de antiguos amantes, nunca puedo evitar –aunque me gustaría evitarlo– que el rastro de esas vidas anteriores llegue hasta mí en forma de huella en un margen, de mancha de tinta o de café, de esquina de página doblada, anotada o intonsa, de objeto que, abandonado a modo de marcador entre las hojas, señala una lectura interrumpida, quizá para siempre. Y en efecto, ‘tristeza’ es la palabra. Melancolía absorta en las vidas anteriores a las que el libro que ahora tengo en las manos dio compañía, conocimiento, diversión, lucidez, felicidad, y de las que ya no queda más que ese rastro, unas veces obvio y otras apenas perceptible: un nombre escrito con tinta o la huella de una lágrima. Vidas lejanas a cuyos fantasmas me uniré cuando mis libros, si tienen la suerte de sobrevivir al azar y a los peligros de su frágil naturaleza, salgan de mis manos o de las de mis seres queridos para volver de nuevo a librerías de viejo y anticuarios, para viajar a otras inteligencias y proseguir, de ese modo, su dilatado, mágico, extraordinario vagar. Por eso, como digo, no tengo ex libris. Rindo culto a los fantasmas, pero no deseo ser uno de ellos. Las estirpes se acaban, los mundos se extinguen, y tarde o temprano llega siempre el tiempo de los ropavejeros y los bárbaros. No quiero que mi nombre, mi lema, mi frágil vanidad de propietario sean causa de que, pasado el tiempo, alguien abra un libro polvoriento o chamuscado y descubra allí mi nombre como en la lápida de una tumba; donde por cierto, tampoco deseo figurar, jamás: «Soy –fui– de Fulano de Tal». Por eso, del mismo modo que conservo con celo ritual cualquier reliquia de anteriores propietarios, dejando allí donde la encuentro la hoja o el pétalo seco de flor, la carta doblada, el dibujo, la tarjeta postal, en lo que a mí se refiere procuro, como quien borra con cuidado las huellas de un asesinato, eliminar todo rastro. Por desgracia, alguno es indeleble: dedicatorias de amigos, subrayados y cosas así. Pero el resto de evidencias procuro eliminarlas con impecable eficacia. Situándome con paranoia de asesino minucioso ante cada libro que abandono en un estante para cierto tiempo –tal vez para siempre–, reviso antes sus páginas retirando cuanto allí dejé durante la lectura: cartas, tarjetas de embarque, notas, facturas, tarjetas de visita. Sin embargo, cuando tras la última ojeada considero limpia la escena del crimen y estoy a punto de cerrar la puerta a la manera de un Rogelio Ackroyd dispuesto a enfrentarse al detective, no puedo evitar una sonrisa contrariada y cómplice. Sé que, pese a mis esfuerzos, un buen rastreador, un lector adiestrado como Dios manda, cualquiera de los nuestros, como diría el buen y viejo abuelo Conrad, sabrá reconocer en pistas sutiles –una nota escrita a lápiz y borrada luego, una mancha de lluvia o agua salada, una marca de tinta, sangre o vida– la huella de mis manos. El eco de mi existencia anónima en esas páginas que amé, y que me recuerdan.

Imagen: Joan Brossa